miércoles, 20 de julio de 2011

Ayer llegamos al aeropuerto de Cagayán de Oro después de un vuelo de hora y media de duración y nos vino a recoger a la terminal (un barracón de un piso con una cinta transportadora de equipaje en medio) Jonah, una chica de unos 20 años que trabaja como voluntaria para los Rural Missionaries of Philippines (RMP, Misioneros Rurales de Filipinas). A diferencia de los jerarcas que tanto abundan en Europa, estos muchachos lidian día a día con los problemas de las comunidades marginales urbanas y las comunidades campesinas del interior estableciendo además lazos con otras organizaciones y movimientos sociales para mejorar las condiciones de vida de los grupos en conflicto. Por supuesto, como decia una amiga de Mireya, suelen ser los únicos que tienen agua corriente, teléfono, electricidad, baños e internet (por lo que nos recomendaba que siempre nos llevásemos bien con ellos), pero eso no quita que al menos se mojen el culo cuando hay que pegarse con las autoridades o empresarios dedicados a fastidiarle la vida al probe.


Pero en fín, como iba diciendo, los misioneros (y misioneras) están metidos en todos los fregaos sociales desde hace ya bastante tiempo, y es por eso que fueron los encargados de ponernos al día sobre las diferentes realidades de la isla de Mindanao (además de darnos comida y dejarnos dormir en su oficina, lo cual se agradece). No pude evitar acordarme de aquel famoso pasaje que contaba Salinger en El Guardian entre el Centeno cuando tuvimos que pasar por el inevitable escrutinio acerca de nuestra identidad religiosa. Por supueso, como en el libro, nuestro discreto “we don’t have religion” no afectó lo más mínimo a la cordialidad y naturalidad del trato sucesivo, y contamos con su amabilidad y atención durante todo el resto de nuestra estancia en Iligan (donde se encontraba su oficina). A parte de cenar en el mercado local, comer en la karendería o aprovisionarnos para nuestro viaje a Bukidnon en las tiendas y supermercados locales, tuvimos la oportunidad de visitar una comunidad campesina situada bajo una explotación minera en la cima de una montaña y dedicada a la explotación del coco, contando con el favor de varias familias que, trayecto por medio de la jungla mediante, nos llevaron hasta la zona donde recolectaban y cortaban los cocos para, seguidamente, disfrutar de unos cuantos de ellos y fascinarnos con la cantidad de agua que tienen dentro (casi dos litros cada uno), el delicioso sabor de su carne y lo aprovechable de todo el arbol (Madera para construir casas y muebles, hojas para los tejados, pulpa de la fruta para hacer leña, la cáscara como carbon vegetal y, por supuesto, el agua y la carne para comer o sacar aceite de coco).


Finalmente, volvimos a la carretera en un intenso trayecto en moto descendiendo la montaña a través de caminos de tierra llenos de baches (siempre es intenso cuando vais 3 personas en cada moto, cuatro incluso en el caso de Mireya, al parecer habitual aqui), y retornamos a nuestra oficina en uno de los numerosos Jeepney’s (poca gente tiene coche propio) dispuestos a, de nuevo, descansar para el largo trayecto a Bukidnon al dia siguiente…

domingo, 17 de julio de 2011

En unos días viajaremos a Bukidnon, provincia de la Isla de Mindanao, para integrarnos en una comunidad campesina y compartir con ellos su modo de vida, necesidades, satisfacciones, carencias, abundancias, etc. etc. etc. Entre tanto, poca cosa nueva por aquí; dias en la oficina trabajando para la People’s Convention on Food Sovereignty (PCFS, Coalición de los Pueblos para la Soberanía Alimentaria) y haciendo traducciones, artículos o lecturas de mil documentos relacionados con el derecho a la tierra, el agua, los problemas con herbicidas, pesticidas, fertilizantes y transgénicos, las malas prácticas de los landlords y multinacionales en la contratación y explotación de los trabajadores, etc. El tiempo pasa con la monotonía habitual de la vida cotidiana; al despertarse, la reglamentaria ducha de agua fria ante la inexistencia de calentador de gas en casa, el desayuno observando alguno de los diversos insectos que de vez en cuando aparecen por la cocina, el paseo de 10 minutos hasta la oficina por las mismas calles grises con olor a tubo de escape que componen esta ciudad hecha para automóviles, la aventura de cruzar carreteras abarrotadas de tráfico donde los escasos pasos de peatones no son una señal a tomar en cuenta por los conductores, etc. etc. etc.

Por la tarde, la vuelta a casa del trabajo decidiendo si hoy la cena será de nuevo en el fast food chino de la esquina o en uno de los puestos de Karendería (comida casera) que abundan en las aceras (no tenemos cocina en casa), pensando si nos hacen falta leche, cereales o champú por si hay que pasar por el super mercado o dando vueltas en la cama hasta que el cuerpo se acostumbra al somier hecho con una tabla de aglomerado (en el mejor de los casos) o al par de cartones que reposan sobre este sujetando el colchón para que no se hunda por el centro (en el caso del resto. Soy un privilegiado, aunque en casa también tenemos a quien duerme directamente en el suelo…).

viernes, 15 de julio de 2011

Recuerdo que hace unos años, cuando buscaba información sobre la (todavía viva) revolución maoista en Nepal, me chocaba que siempre, en todos los comunicados de la guerrilla, el feudalismo apareciese denunciado como una de las primeras causas de la injusticia y fuese eliminarlo el principal objetivo de la lucha revoluciónaria. ¡El Feudalismo! En mi cabeza de occidental no cabía concebir que tal realidad siguiese vigente en el mundo en que vivimos. Estos días en Asia, sin embargo, presenciamos constantemente escenarios en los que la acaparación de la tierra en manos de distintos “landlords” fuerza a los campesinos a tener que trabajar para señores feudales entregando como contrapartida cantidades que, a veces, llegan al 90% de lo cosechado, con el mero fin de poder disponer de un pequeño terreno con el que alimentar a sus familias. A su vez, dado que son campesinos sin recursos, se ven obligados a “comprar” o alquilar a los propios terratenientes las herramientas y fertilizantes necesarios para trabajar la tierra, quedando presos así de nuevas deudas que se llevan el poco resutado disponible de su producción y recursos.

El feudalismo, ese régimen de administración de la tierra y la lealtad que en Europa nos suena a algo propio de la Edad Media, se mantiene hoy como una de las realidades que someten a millones de campesinos asiáticos a algunas de las más crudas injusticias de nuestro mundo. Tras las (no tan reales) independencias de las colonias europeas en Asia, se mantuvieron las estructuras de posesión de la tierra perviviendo haciendas, terratenientes, señores feudales, familias aristocrática y muchos otros grupos sociales despóticos y formas de dominación en paises como Nepal, Bangladesh, Indonesia, Thailandia o Filipinas.

Cuando hace unas semanas nuestro compañero de piso y colega en la oficina Patrick afirmaba que, pese a todas las turbulencias, la Revolución Cultural China, abanderada por los líderes comunistas para acabar con todo remanente de la Sociedad Feudal en el país, “triunfó”, no pude si no escandalizarme dado todo lo que habitualmente leemos y escuchamos en Europa acerca de dicho periodo. Lo cierto es que estos días, despues de ver como el feudalismo permanence vivo en todos los paises que no acometieron su revolución comunista en la segunda mitad del siglo XX, entiendo (sin aceptar sus excesos, o como muchas veces fué un arma contra toda disidencia) cual fué la importancia de la Revolución Cultural para acabar con los residuos persistentes de más de 2.200 años de dinastías teocráticas y aristocracias feudales crueles y explotadoras en el Imperio del Centro.

domingo, 10 de julio de 2011

El otro día Angie, nuestra "tutora" en las prácticas sobre el terreno aquí en Filipinas, nos propuso emplear el fin de semana en conocer a su novio, Frank, y a la abuela de este la cual, dada su condición de persona nonagenaria, domina el español pues era lengua común antes de que la influencia norteamericana acabase por desplazarlo. Un poco hastiados del panorama excluyente de “bien edificios ultramodernos y ostentosos, bien precarias chabolas construidas en cualquier parte” (y, a veces, es sobrevalorarlas el llamar chabola a esas construcciones; muchas son simplemente armarios o muebles a los que se ha añadido un colchón para poder dormir dentro por las noches), le pedimos a Angie y Frank que nos lleven al centro histórico de Manila para poder disfrutar de un poco de arquitectura alejada tanto de la precariedad como del exceso. Intramuros es ese centro histórico; la ciudad amurallada desde la que los españoles controlaban la colonia (centro neurálgico del tráfico oceánico América – Asia y del comercio de la plata boliviana con las “indias”) y donde los “los últimos de Filipinas” resistieron la ofensiva de la insurgencia independentista Katipunan hasta que las fuerzas imperialistas norteamericanas llegaron para aplastar a ambos (1898, remember la pérdida de Cuba y Puerto Rico).

Nada más bajar del tren, desde el andén de la estación Frank señala a una cerca hecha con palos de madera y alambre similar a un corral de gallinas y dice: “eso es una casa”. Efectivamente, en los apenas 3 metros de largo por dos de ancho que ocupa la cerca se agolpan un colchón sobre la acera, algún mueble viejo y una madre y un niño alrededor de un pequeño cazo sobre el fuego. En pleno centro de la ciudad conviven los edificios institucionales de la época colonial con ruinosas “construcciones” levantadas espontáneamente por quienes buscan un lugar a orillas del asfalto. Después de una breve visita al museo nacional (interesante, aunque reformándose en su mayor parte en ese momento) nos dirigimos a Intramuros y paseamos por su muralla donde pesados cañones de los siglos XVI y XVII otean el horizonte ante la posible amenaza de un invasor enemigo. Dentro, sin embargo, es donde encontramos las realidades de mayor interés para nosotros. Allí, la inexistencia de tráfico rodado más allá de los “triciclos” (bicicletas con sidecar) utilizados para transportar a los turistas por la ciudadela resulta un alivio para nuestros maltratados oídos y, pese a que los edificios no son tampoco nada del otro mundo, que al menos el trazado de las calles y su estado general esté bien conservado ya es algo que agradecemos. Como he dicho, lo más interesante se revela “dentro”, cuando Angie y Frank nos proponen visitar una de las comunidades pobres instaladas en medio de este atrayente centro turístico y en los que Frank ha estado trabajando para organizar a sus habitantes de cara a poder reivindicar sus derechos ante las autoridades y empresas que tratan de desalojarlos (por supuesto, sin darles ninguna alternativa aceptable de realojamiento, con lo que lo que harán será mover el problema de un lado para otro para que el centro turístico quede despejado de elementos “indeseables”).

Las “Comunidades” son en realidad asentamientos improvisados levantados a base de materiales recogidos por las calles en las que, por supuesto, no existe ningún servicio mínimo que garantice la habitabilidad y la salubridad de las mismas: no hay agua corriente (ni, por lo tanto, potable), ni electricidad, ni gas para cocinar o calentar el agua, ni servicios de recogida o tratamiento de basuras ni, finalmente (imaginaros las condiciones), baños. Por supuesto, ni hablar de escuelas o centros de salud. En total, sobre 5.000 personas conviven en Intramuros, pleno centro de Manila, sin las más mínimas condiciones requeridas para mantener una vida digna. Aquí son 5.000, pero Erik (el chico que voluntariamente trabaja en las comunidades viviendo día a día con ellos en estas condiciones) me dice que hay comunidades a lo largo y ancho de Metro Manila (aprox. 9 millones de personas) y que algunas llegan a tener la locura de 40.000 habitantes (todos en las mismas circunstancias).

Gracias a la traducción del tagalo al inglés que hace Angie podemos hablar con algunos de sus residentes mientras niños de 3 o 4 años juegan a nuestro alrededor y se divierten con nuestra presencia. Nos cuentan su situación de desamparo (nadie atiende a sus peticiones ni hacen nada por solucionar sus problemas) y denuncian el desempleo y la marginación que les afecta. En ese momento, recuerdo que a la entrada de la ciudadela he visto un cartel de la Aecid y me pregunto a que coño se dedicará la cooperación española en Filipinas.

Tras adentrarnos por uno de los callejones del asentamiento, no puedo reprimir la inquietud ante lo oscuro e impracticable del camino, y reparo en una enorme araña que se balancea en la esquina de madera de una chabola bajo la cual juegan un niño y una niña desnutridos. Veo las caras de la gente, las planchas de conglomerado, trozos de plástico y sábanas rotas que componen las paredes de las casas y, de nuevo, me sumo en la impotencia por el total desconocimiento y desatención hacia estas realidades en todos los niveles y lugares. Me hacen sentir mejor, sin embargo, las palabras de sus habitantes, sus relatos acerca de cómo tratan de organizarse para poder defenderse y encontrar soluciones. Pienso en qué lejanos somos y qué poco comprendemos estas situaciones en el “primer mundo”: hablando con ellos siento más palpablemente que nunca como el cristal que nos separa se difumina, y entiendo que son personas con motivaciones, razones, problemas y sentimientos exactamente iguales que los nuestros y que tienen todo el derecho del mundo a luchar por sus derechos para defender del modo que consideren más oportuno (palos y piedras contra las autoridades mediante, si hace falta) unas condiciones de vida dignas. No puedo dejar de sentirme como un sucio perro burgués al escribir algo como esto, pero creo que es justo y necesario que lo haga…

Finalmente, abandonamos intramuros en dirección al parque José Rizal (héroe nacional en Filipinas, contra el que mis compañeros despotrican al considerarlo una figura “impuesta” por el neocolonialismo americano ante la incomodidad de reconocer a otros héroes verdaderamente revolucionarios) y pienso lo admirable de la labor de Erik, Angie y Frank al integrarse con esta gente más allá del discurso y postura revolucionarias para hacer realidad la revolución sobre la que tantos otros escriben (escribimos) sin moverse de su silla...

Ayer fue Sábado. Para desprendernos de la rutina de conferencias, oficinas e insomnios que nos ha acompañado desde los primeros días, decidimos tomar un respiro y pedirle a nuestra compañera de piso, Lei, que tuviese la amabilidad de acompañarnos hasta Makati City, el centro financiero de Metro Manila donde operan las sedes de empresas, embajadas y organismos internacionales. Nada más salir de la casa, de nuevo, la omnipresente y densa lluvia a la que la mecánica constancia ya nos tiene acostumbrados. Tras lidiar con calles transitadas por cientos de filipinos y aceras gris oscuro en las que los vendedores callejeros se agolpan con sus puestos de comida, llegamos a la parada del autobús que nos llevará a la estación de trenes necesaria para no soportar el tráfico intenso y la contaminación de las calles de camino a Makati. En un autobús viejo y cargado por la constante humedad del ambiente un grupo de niños vestidos con harapos mendiga a todo viajero unas monedas para paliar momentáneamente los efectos de su pobreza. Al llegar a nuestro destino, los dejo pasar delante y descubro como todos ellos van descalzos posándose sobre un asfalto sucio y contaminado por el que discurre agua negra fruto de las corrientes formadas por la lluvia. Tras atravesar varios pasos elevados sobre las hileras de automóviles que se increpan ferozmente con sus claxons, llegamos a la estación de tren; gris, abarrotada de gente, nos obliga a esperar entre las numerosas personas que se agolpan para sacar algún tipo de billete en sus taquillas. Durante lo que dura el trayecto a Makati (que hacemos en uno de esos trenes elevados sobre el resto de edificios) no dejo de pensar en la pobreza que llena cada rincón del cinturón metropolitano de Manila; familias enteras durmiendo en la calle tumbadas sobre la acera, casas de 10 metros cuadrados levantadas con palos en cualquier esquina, niños semi desnudos jugando en los charcos de agua sucia que se forman en los agujeros del asfalto destrozado… Pienso en el porqué de todo este absurdo y me recorre la indignación y la impotencia hasta hacerme hervir la sangre.

Finalmente, llegamos a Makati City y encontramos un panorama completamente distinto a lo visto hasta el momento; calles amplias y arregladas con aceras que permiten un tránsito ordenado de sus habitantes, rascacielos que se elevan hasta las nubes en feroz competición por desbancar al de al lado, centros comerciales que se extienden a lo largo de la ciudad constituyendo en sí mismos una urbe bajo cúpulas de cristal y luces artificiales… “Hay 12 macrocentros comerciales en Makati City –nos dice Lei-, y todos están conectados de modo que puedes pasar de uno a otro sin siquiera tener que salir a la calle”. Cuando dice “macrocentros comerciales” se refiere, efectivamente, a algo que no vemos habitualmente en España; lujosos complejos de 4 o 5 pisos prolongándose casi kilómetros para albergar todo tipo de tiendas y restaurantes en los que invertir una vida siempre que seas lo suficientemente rico como para poder pagarla. Y hay doce.

Mi indignación crece por momentos y, durante todo el tiempo que pasamos dentro de esas moles de opulencia y consumismo desenfrenado, no puedo dejar de sentirme incómodo, violento, furioso, con ganas de gritar o de poner una bomba en pleno centro y mandar todo a la mierda para acabar esta burla hacia la dignidad humana.

Al segundo o tercer día de llegar a Filipinas alguien nos dijo: “Esta bien que vayais a Cordillera y Bukidnon a conocer como viven los indígenas y los campesinos porque, ¿sabeis? aquí en el Sur tenemos la impresión de que en el Norte no entendéis que una guerra sangrienta pueda estar justificada”. Cuando ves esta miseria, cuando ves niños descalzos y harapientos pisando el asfalto sucio donde se forman charcos de agua negra, mientras que a unos pocos metros se levantan opulentos edificios para centros comerciales que ocupan media ciudad, no te hace falta viajar a las provincias para desear tener un arma en tus manos y sumarte a una insurgencia que acabe con los responsables de este sinsentido.

Sin poder soportarlo más, digo a Lei que odio los centros comerciales y que si por favor podemos ir a pasear por la calle o visitar algún parque en el que no haya que tener dinero para sentirse persona. Acepta mi petición y pasamos el resto de la tarde en una cafetería al lado del parque central de la ciudad. Poco después, cenamos Pancit Canton (Noodles con verduras filipinas) en un restaurante y, finalmente, agotado por la cantidad de emociones experimentadas, decidimos volver a casa para poder digerir todas las impresiones del día…

miércoles, 6 de julio de 2011

La pésima (PÉSIMA) idea de acostarme ayer la siesta de las 5 de la tarde a las 10 de la noche me ha brindado hoy la sorpresa de encontrarme a las 2 de la madrugada (hora a la que me he despertado despues de acostarme de nuevo tras la cena) con un nuevo inquilino deambulando por las paredes de la habitación; una simpática salamandra blanca que aguardaba junto a la esquina de la ventana mientras nosotros aprovechábamos entre las sábanas nuestras horas de descanso.
A diferencia de los artrópodos con los que he tenido la desgracia de cruzarme en estos días, la presencia de la salamandra no me disgusta demasiado pues, no se por qué, tiendo a pensar que su alimentación insectívora la convierte en un valioso aliado a la hora de acabar con los mosquitos que pululan por el cuarto. Ese es otro de los motivos por el que las arañas también me parecen tolerables; ¡Cuantas picaduras de mosquítos sufritíamos si no fuese por sus pegajosas telas y su voraz apetito!
Pero bueno, cambiaremos de tema porque mis reflexiones sobre diversos insectos y sus comportamientos me hacen cuestionarme seriamente la buena marcha de mi estabilidad mental en este entorno (y, además, empiezoa darme asco).
En otro orden de cosas, ayer tuvimos la experiencia de presenciar nuestra primera gran tormenta monzónica de la temporada; en poco más de media hora la descarga de agua era tan brutal y constante que rápidamente las calles se convirtieron en ríos por los que con mucha dificultad podían circular los coches. Mientras esperaba a Mireya para coger el Taxi que nos llevaría de la Universidad de Filipinas a casa, unos crios jugaban en la riada o se reían al ponerse bajo los abundantes torrentes de agua que caían del tejado de mi edificio.
Despues, casi una hora para llegar dado el consecuente atasco que se formaba en las zonas inundadas por el aguacero. Pese a todo, el Taxi apenas nos costó 2 euros (es baratísimo desplazarse por esta ciudad vía transporte p'ublico o privado, y cuesta apenas 10 céntimos de euro [8 Pesos] tomar uno de los numerosos "Jeepneys" que vuelan sobre el asfalto) y, finalmente, pudimos descansar de nuevo con la esperanza de que el efecto del Jet Lag no nos fastidiase demasiado...

martes, 5 de julio de 2011

Ayer nos mudamos de la Pensión Fersal a nuestra nueva casa en uno de los barrios del cinturón metropolitando de Manila, Quezon City. Entre el tráfico infernal de la ciudad, resulta un alivio encontrar una calle en la que los coches, motos y autobuses no avasallen constantemente con el sonido de sus motores y sus claxons. La casa, que tiene 3 pisos y una pequeña parte frontal asfaltada con cemento, se esconde tras una maraña de calles que la protejen y alejan del caos automovilísitico de Timoq Avenue, a 5 o 10 minutos andando, donde se encuentra nuestra oficina.
Pese a mi natural predisposición a no exaltarme ni sobrexcitarme con nada, todavía me cuesta no quedarme paralizado en desafiante postura cada vez que nos cruzamos con cualquiera de las muchas variedades de cucarachas que pasean por el inmueble; desde las pequeñas que corretean desesperadamente por el suelo de la cocina en busca de alg'un trozo de alimento a las grandes, del tamaño de mi dedo (y, ey, sabeis que no tengo una mano pequeña...) que inmutables sobre la pared escrutan con sus antenas todo movimiento en el interior de la casa. Pese a todo, parece que poco a poco me voy acostumbrando a la convivencia con todo tipo de insectos en cualquier lugar insospechado y, ayer, al final no me importó demasiado que una decena de min'usculas hormigas deambularan a lo suyo por la pared de la cabecera de la cama en el momento en que yo llegaba de la 'ultima conferencia del Festival Internacional por los Derechos y las Luchas de los Pueblos (aunque, probablemente, en eso tuviese bastante que ver el inmenso CANSANCIO fruto del Jet Lag, que hace que todos los días me despierte a las 2 de la madrugada con los ojos como platos y no me vuelva a dormir hasta las 5 de la tarde del día siguiente...).
En fín, como viene siendo habitual, son las 5 de la mañana y ya tengo que empezar a arreglarme para la conferencia reglamentaria. Que al menos en el supermercado vendan MILO ayuda a que no me pase el resto del día arrastrándome como una de esas cucarachas a las que tanto desprecio...

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